pseudo Lisias: Acusación contra los socios por injurias

Pieza confusa hasta la exasperación, evidentemente no forense (es un ejercicio retórico o un discurso privado) y cargada de otros defectos (demasiadas antítesis y juegos de palabras, pero poco arte en la construcción de la frase y una ausencia casi completa de ritmo), que no puede ser de Lisias. Ciertas expresiones apuntan a una fecha tardía y a su ubicación en un círculo retórico.

El planteamiento, real o ficticio, es como sigue: el acusador anónimo pertenece a una sociedad privada, una suerte de club ateniense con fines religiosos y sociales (quizá también políticos), cuyos miembros se prestaban apoyo financiero y legal. Mas como toda sociedad, se generaban roces entre sus miembros, e incluso odios profundos que podían rozar los límites de lo delictivo. El acusador, miembro incómodo de su club, objeto de chismes, habladurías y desdenes, presta doce minas a otro miembro, Policles, con la garantía de un tercero, Hegémaco, bajo la prenda de un caballo enfermo. Cuando el animal muere, otro miembro de la sociedad calma al acusador, asegurándole que recibirá su dinero, pero al ir a reclamarlo, le advierten que no tiene derecho. Busca entonces ayuda legal dentro del club, pero ésta también le es negada.

En su discurso, además de exponer el motivo de su denuncia se dedica a enumerar los chismes y las calumnias de unos contra otros, hasta que, como conclusión, declara renunciar a su pertenencia a la sociedad.

Lisias: Discurso amatorio

Posiblemente este discurso sea sólo una invención de Platón, usado en el Fedro para realizar una crítica a la retórica. Sin embargo, han manado ríos de tinta en torno a este tema, y los estudiosos no se ponen de acuerdo. Los argumentos lingüísticos, que serían definitivamente objetivos, son usados por ambas tendencias (considerarlo lisíaco o platónico). También cabría la posibilidad de que no fuera ni de uno ni de otro, sino que en tiempos de Platón el discurso corriera con el nombre de Lisias.

Sea como fuere, nos encontramos con un discurso incompleto, pues su frase inicial forma una suerte de transición con un comienzo que contendría una argumentación positiva («Sobre mis asuntos ya tienes información...»). Precisamente, es el primer defecto que le atribuye Sócrates en el diálogo platónico: lo considera acéfalo. El resto sería la demostración de la proposición inicial («hay que conceder los favores al que no ama antes que al que ama»), basada en entimemas, a veces encubiertos, relacionados con el éthos del enamorado y del no enamorado. Los argumentos se agrupan en cuatro axiomas que señalan aspectos negativos del enamorado, siendo el primero el fundamento de toda la argumentación: a) los enamorados están enfermos (su amor dura lo que su deseo, luego se arrepienten); b) los enamorados dejan traslucir sus sentimientos (lo que es un inconveniente para la moralidad); c) la amistad perdura menos con un enamorado (tratan de apartar a su amado del trato con otros, y se prendan del cuerpo antes de conocer el carácter); y d) los enamorados no mejoran a sus amados (nunca los reprenden, y su raciocinio es menor debido a su deseo).

El discurso es repetitivo y sus ideas no son particularmente brillantes, pero sin embargo la estructuración no es muy diferente de la encontrada en los discursos forenses de Lisias. De aquí llega otra crítica de Sócrates: su desorden y falta de trabazón.

Platón: Fedro

Es difícil determinar el tema concreto que se trata en este diálogo de madurez. Posee dos partes: una primera compuesta por tres monólogos (el primero de Lisias, reproducido por Fedro; de Sócrates los otros), y una segunda en la que tiene lugar una conversación entre Fedro y Sócrates a propósito de la retórica, que concluye con un nuevo monólogo en el que el filósofo cuenta el mito sobra la imposibilidad de las letras para recoger la memoria y reflejar la vida.

Esta división está recorrida por una preocupación global: mostrar las distintas fuerzas que presionan en la comunicación verbal, en la adecuada inteligencia entre los hombres. Pero hay dos contenidos entrelazados: una reflexión sobre Eros, el Amor, y otra sobre la retórica, la capacidad del lenguaje para persuadir.

El problema del Amor se manifiesta desde diversas perspectivas. Por un lado, la perspectiva de Lisias: Fedro lleva un escrito del orador y maestro de retórica, y lo lee a Sócrates. El discurso (casi seguro atribuido falsamente por Platón a Lisias) pone de manifiesto la tesis de la utilidad de la relación afectiva. En su primer discurso, Sócrates, tras alegar que la base de la retórica debe ser la búsqueda de conocimiento, define el amor como deseo de gozo. En el segundo explica con un mito la historia del amor, tratando así el delirio amoroso. Pero va más allá, y habla sobre los sentidos como filtros para el conocimiento.

En cuanto al diálogo sobre la retórica, se ve la necesidad de llegar al fondo del lenguaje, al conocimiento de la persuasión que tiene que ver con la Verdad y no sólo con su apariencia. Se convierte a la retórica en un instrumento pedagógico. En el mito final se plantea la relación entre escritura y memoria, entre la vida de la voz, tras la que siempre hay alguien, y la indefensión de las letras en que se transmite un mensaje. Y finalmente reaparece el escrito de Lisias en el diálogo: debe probarse con la palabra viva lo pobre que quedan las letras.

El personaje que da nombre a la obra, interlocutor de Sócrates, es un personaje histórico: era hijo de Pítocles, ateniense amigo de Demóstenes y de Esquines. Fedro ya había aparecido en el Protágoras y en el Banquete.

Éste es el resumen de la obra, siguiendo la numeración de los epígrafes manuscritos (227-279):
  • 227-230 - Diálogo introductorio entre Fedro y Sócrates. Lo interesante es que parece contener pequeños detalles que lo unen al resto de la obra (las cigarras, la memoria, los mitos...). Fedro viene de tratar con Lisias, y trae un escrito con uno de los discursos del orador. Sócrates, siempre dispuesto a aprender, decide que el joven se lo lea.
  • 231-234c - Discurso de Lisias: Tomando como base el beneficio obtenido por una relación, da diversas razones para considerar mejor amar a quien no ama que al amante (no buscan apartar a los demás, no mienten para halagar, no lo pregonan, etc). Aunque muy probablemente falso, Platón logra imitar un estilo lisíaco algo exagerado, posiblemente con intención peyorativa. Lo analizamos más detenidamente en una entrada propia.
  • 234d-237b - Comentario dialogado del discurso e introducción al siguiente: Sócrates indica que ha repetido ideas (como si quisiera demostrar que puede decir una cosa de una manera y luego de otra), pero Fedro insiste en que no puede decirse nada más, ni mejor, de lo contenido en el discurso. Y, al señalar el filósofo que otros han dicho cosas mejores, Fedro desea oírlas.
  • 237c-241d - Primer discurso de Sócrates: Insiste inicialmente en la necesidad de conocer qué es el amor y si es provechoso o dañino, antes de realizar ningún juicio. Sitúa el deseo de gozo frente a la opinión adquirida, y a su predominio achaca el desenfreno (con nombres variados como «glotonería») o la sensatez. Se define el Amor como un deseo o impulso hacia la belleza y el esplendor de los cuerpos. Pero, como enfermedad que es, llevará al que ama a causar perjuicio a su amado, pues pretenderá obtener siempre lo que desea, se sentirá celoso y querrá que sea siempre inferior a él. Además, dejará de amar, y será infiel.
  • 241e-243 - Comentario del discurso: Poniendo como mediador a su daímon, Sócrates señala que su discurso, y el de Lisias, son impíos, pues agreden contra el Amor, y éste es un dios, hijo de Afrodita.
  • 244-257b - Segundo discurso de Sócrates: En primer lugar alega que la demencia que trae el amor puede ser una bendición en algunos casos, como sucede con los métodos de adivinación tradicionales, con las ceremonias de iniciación y purificación, y con la «posesión» de las Musas. Luego pasa a considerar la inmortalidad de las almas, y cómo llegan a ocupar los cuerpos de los mortales, pero lo hace comparándolas con un carro de dos caballos, uno bueno y otro malo, que deben ser dirigidos por el auriga. La búsqueda de la belleza, la pasión hacia ella, procede del deseo de volver a encontrar la belleza en sí, vista durante el viaje cíclico. Así, cuando encuentran a quien amar, buscan en realidad un parecido con una de las deidades (según el tipo de alma) y luego pretenden hacer que del objetivo de su amor cambie, pareciéndose cada vez más al mismo dios.
  • 257c-279 - Diálogo principal: Sócrates propone que retomen el tema de si un discurso hablado o escrito es o no es bueno. Se define la retórica como el «arte de conducir las almas por medio de palabras», y se la acusa de hacer que las cosas parezcan a veces justas y otras injustas. Pero precisamente por ello, el orador debe conocer aquello de lo que habla, opinión contraria a la de los maestros sofistas, y supone un problema grave si no son empleados unos conceptos precisos, como cuando se habla de lo justo sin definir la justicia. El análisis de la retórica se realiza desde una posición irónica hacia el método sofista, particularmente el de Gorgias: hacer más importante lo verosímil que lo verdadero, hablar sin saber sobre el tema ni sobre los oyentes, etc. Finalmente, se habla de los discursos escritos, frente a los sólo pronunciados, comentando el mito (creado ex professo por Platón) de Theuth, divinidad que descubrió el cálculo, y del rey de Egipto Thamus: cuando Theuth le mostró la escritura, pensó que haría más sabios a los egipcios y alimentaría su memoria, pero Thamus le responde que, en realidad, causarán olvido, al ser descuidada la memoria y el razonamiento. Se achaca a las palabras escritas su ausencia de vida, la necesidad de un receptor que les dé sentido y, por tanto, su transmisión entre gentes que, en realidad, no las entienden o las toman por argumentos contrarios.

Lisias: sobre no derrocar la constitución tradicional

Conservamos parte de este discurso, perteneciente al género symbouleutikón, es decir, a las obras que pretendían influir en la Asamblea de Atenas a fin de que ésta tomara o rechazara una resolución de índole política. Sin embargo, no podemos comprender realmente el significado y el alcance de la propuesta contenida, ni podemos estar seguros de que se pronunciara realmente y ante qué público, pues no nos ha llegado más testimonio que este fragmento.

Si es cierto que se presentó la propuesta contenida, tuvo que ser en los días que siguieron a la entrada en Atenas de los hombres del Pireo: días de confusión en los que ni seguían vigentes las disposiciones de los Treinta, ni se había formado una legalidad nueva. Atenas prácticamente se hallaba en asamblea permanente, y hasta que decidieran con qué leyes iban a gobernarse, estarían vigentes los antiguos códigos legales de Solón y Dracón. Es concebible que en esta situación alguien propusiera un recorte en el número de ciudadanos, lo que sería mejor visto por los opresores espartanos, que ya habían impuesto la tiranía de los Treinta. Parece claro que todos los del Pireo no tenían las mismas ideas: unos deseaban restaurar el régimen anterior a los Treinta, incluso con una ampliación del cuerpo ciudadano, mientras otros se encontraban más cómodos con el vencedor, y más inclinados a aceptar sus sugerencias. Uno de ellos sería el Formisio de que habla este discurso.

Lo conocemos por un par de pasajes de Aristófanes. Si entendemos bien los chistes del cómico, Formisio tendría un bigote bien poblado, y gustaba del sonido de la trompeta bélica y de la lanza; es decir, el tipo de ateniense de corte rural, chapado a la antigua y con cierta aprensión por los excesos democráticos. En el presente discurso propone, en palabras de Dionisio de Halicarnaso, «que los desterrados regresen y que la Constitución sea puesta en manos no de todos, sino de los terratenientes». Estos desterrados serían los partidarios de los Treinta huidos, ahora a salvo gracias a los Pactos del Pireo.

Frente a Formisio, otro personaje desconocido se encarga de contradecirle, y el fragmento conservado pertenece a su discurso. Comienza atacando a los que proponen el decreto (como siempre, el objetivo es un grupo), y recordando que semejantes actuaciones llevaron a las dos oligarquías. Señala el contrasentido de la medida, pues quedaría fuera de la Constitución la clase del pueblo, que había sido indispensable para la restauración. Finalmente, el grueso de lo conservado se ocupa del flanco más débil del rival: la voluntad de Esparta, que es rechazada contundentemente: se menciona la actitud gallarda de pequeños Estados como Argos y Mantinea frente a la poderosa Esparta, y se recuerda el talante tradicional de Atenas en relación a los lacedemonios y a los extranjeros en general. Éste es el final del discurso, que queda truncado:
Terrible sería, atenienses, el que cuando estábamos exiliados combatiéramos a los lacedemonios para regresar, y ahora que hemos regresado huyésemos para no combatir. ¿No sería un baldón llegar a tal grado de cobardía que, mientras que nuestros antepasados se arriesgaron incluso por la libertad de otros, vosotros no os atreváis a luchar por la vuestra propia?

Isócrates: A Nicocles

Primero de una serie de tres discursos conocidos como «chipriotas» por estar dirigidos a Evágoras y a su hijo Nicocles, reyes de Salamina, y que reflejan la intensa relación de Isócrates con esta familia.. Los dos primeros pueden enmarcarse dentro del género de «espejo de príncipes», y el tercero es un encomio retórico bastante exagerado.

A Nicocles está escrito tras la muerte de Evágoras (374-373 aC), así que la fecha que se le asigna habitualmente es el 370 aC. La autenticidad de la obra es segura, aunque hay sospechas de muchas interpolaciones. Muchos de los consejos que da Isócrates se encuentran, reducidos, en Sobre el cambio de fortunas. La obra guarda grandes paralelismos con el posterior A Demónico: se trata de una exhortación con reflexiones de orden moral.

En primer lugar, Isócrates ofrece estas lecciones como regalo (pues las riquezas materiales ya las poseen los reyes, y no es necesario regalarles más), para que pueda gobernar mejor. Mediante un argumento parecido al de la espada de Damocles (el peligro de ser rey), señala cómo los gobernantes se ven privados de consejos, a pesar de necesitarlos más que un ciudadano corriente. «Porque los que educan a los hombres corrientes, sólo les ayudan a ellos; en cambio, si alguien exhortase a la virtud a quienes dominan a la masa, ayudaría a ambos, a los que tienen el poder y a sus súbditos; pues conseguiría para los unos autoridad estable, y para los otros constituciones más suaves». Habla de la tarea de los reyes, que puede resumirse en que debe, si su ciudad es infortunada, terminar con esa situación, y si es pequeña, engrandecerla. Para ello deberá ejercitar su espíritu mediante el ejercicio de las virtudes, preocuparse de sus gobernados con afecto, no juzgar con favoritismos y mantener siempre el mismo criterio, gobernar sin castigos excesivos y sin una ambición injustificada, distinguir a los aduladores de los buenos servidores, dominar las pasiones, etc. Después de indicar que, probablemente, Nicocles ya conozca estos consejos, le aconseja acudir a los poetas gnómicos (Hesíodo, Teognis y Focílides) es busca de enseñanza moral, a pesar de que la mayoría prefiera dedicarse al placer de la comedia. Lo importante es educarse, y da igual hacerlo siguiendo a los filósofos que para ejercitar el espíritu usan prácticas dialécticas, a los que utilizan discusiones políticas, o a los que apoyan otro modo. Finalmente, Isócrates se despide con el mismo argumento del inicio: su regalo nunca perderá su valor, sino que su uso constante lo hará mejor y más valioso.

Lisias: Defensa por intentos de derrocar la democracia

El título tradicional de este discurso se funda en alguna deducción errónea del contenido, o en un lectura muy superficial. Nada parece indicar una acusación de esa índole, sino más bien un proceso derivado de un simple escrutinio o examen para tomar posesión de una magistratura.

Entre los oligarcas, incluso entre los propios Treinta, hubo una amplia gama de actitudes: algunos fueron especialmente sanguinarios, como Critias, mientras otros fueron más moderados, como Terámenes. Entre sus partidarios, sucedía lo mismo, y hubo quienes ocuparon magistraturas importantes, pero otros que pudieron quedarse en la ciudad tras la caída del régimen tiránico: sus vidas no corrían peligro, como sí sucedía con sus posesiones. En este discurso, el anónimo orador se confiesa de los de este último grupo, aunque quizá estuviera un poco más comprometido con los oligarcas de lo que confiesa.

Parece que el orador había sido elegido para una magistratura, y algunos (Epígenes, Demófanes y Clístenes) objetan a este nombramiento, simplemente por enemistad personal. Se trata de un grupo de ciudadanos que, basándose en su actividad prodemocrática previa a la restauración, se arrogaban el derecho de acosar a los no demócratas, pensando también en el beneficio particular. Esto lo debemos deducir del propio acusado, que insiste en atacar a sus objetores. El discurso está compuesto en anillo: comienza atacando a los acusadores como amigos de ocuparse de lo ajeno y de sicofantas, y termina con un torrente de nuevos y graves ataques contra ellos (aunque del discurso nos falta la peroración final).

Los términos de la acusación debían de ser más bien vagos, pues el orador utiliza como argumento el hecho mismo de no haber sido acusado de un crimen concreto, sino de los cometidos por los Treinta. Podemos adivinar que era un hombre ilustrado, con poca fe en la política y, en general, en el género humano. Niega a la manera sofística que por naturaleza alguien se incline por un régimen u otro, sino que esto se hace por conveniencia (ejemplificando el hecho con personajes como Frínico y Pisandro, que cambiaron de chaqueta según sus intereses). Luego insta a los jueces a que examinen sus circunstancias particulares, manifestadas en su conducta desde la instauración de los Cuatrocientos: ha desempeñado numerosas liturgias, permaneció en la ciudad para proteger sus bienes, no desempeñó cargos de importancia ni hizo daño a sus enemigos. Tras desechar fácilmente una acusación menor (que no sufrió daño durante la oligarquía), dedica su tiempo a dar consejos a los jueces (lo que demuestra que es un hombre de cierto prestigio y seguro de su posición): les insta a tomar nota de las revoluciones del pasado, provocadas por las reacciones contra hombres excesivamente celosos, como sus acusadores, e incide en que la concordia es lo que fortalece un régimen.

Isócrates: Plateense

Se supone que este discurso fue pronunciado por un ciudadano de Platea ante la asamblea ateniense, solicitando su ayuda contra los tebanos, quienes habían arrasado su ciudad por segunda vez.

Efectivamente, la aliada de Atenas, la única de las ciudades griegas que luchó junto a ellos en Maratón, había sido tomada y destruida por los tebanos. En el 386 aC, tras la paz de Antálcidas, los espartanos restablecieron en Platea a sus antiguos ciudadanos (hasta entonces refugiados en Atenas) pero cuando los plateenses intentaron ayudar a la guarnición espartana sitiada en Cadmea, los tebanos tomaron por sorpresa la ciudad. De nuevo, los desterrados son acogidos en Atenas, y uno de ellos, supuestamente, pronuncia este discurso.

No está claro si el discurso es auténtico, o si es una obra de propaganda a favor de la hegemonía ateniense. Su fecha de composición es anterior a la batalla de Leuctra (371 aC) y posterior a la segunda destrucción de Platea, cuya fecha es discutida incluso por las fuentes antiguas (entre el 374 y el 371 aC).

El discurso trata continuamente de llamar a la piedad a la asamblea, señalando cómo en una época de paz ellos sufren como ningún otro griego: «no sólo no participamos de la libertad común, sino que ni siquiera fuimos considerados dignos de alcanzar una esclavitud soportable». Luego, sabiendo que el asunto está claro para sus oyentes, trata de ir negando las justificaciones en las que se refugiarán los enviados tebanos. Vuelve al patetismo, exponiendo que habrían preferido ser prisioneros de guerra de los atenienses que vecinos de los tebanos, debido a sus maldades contra ellos y contra la ciudad de Atenas. Ataca también la política del general tebano, Pelópidas, pues lo enfrenta al resto de Beocia. Recordando la lucha ateniense a favor de la libertad, espera mover su ánimo contra Tebas: «Porque es una vergüenza vanagloriarse de las hazañas de los antepasados y obrar de manera claramente contraria en lo que se refiere a los suplicantes». Finalmente, solicita a los jueces que se apieden y actúen con justicia, tras recordar los pactos con Platea y la enemistad de los tebanos.

Lisias: Contra Alcibíades

Tenemos en esta ocasión dos discursos pertenecientes al mismo proceso, aunque sus nombres tradicionales parezcan sugerir lo contrario (uno es «Por deserción» y el otro «Por no alistamiento»). El primero, que llevaría el título correcto, sería una deuterología (aunque parece que llevó el peso principal de la acusación), mientras el segundo, con un estilo llamativamente diverso sería una tritología. Un ciudadano de nombre Arquestrátides incoa contra el hijo del célebre Alcibíades (llamado como su padre). Tras su discurso, dos amigos colaboran con estas dos obras. El proceso debió de tener lugar en el 395/394 aC, y aunque algunos estudiosos consideran espurio bien uno bien el otro (debido a las diferencias estilísticas) o creen que no pertenecen a Lisias, no hay nada seguro que nos permita una conclusión a este respecto.

Entre los delitos de carácter militar, la legislación ateniense incluía procesos muy diversos. Entre ellos, podía entenderse por astrateías, además de la deserción propiamente dicha, el alistamiento en un cuerpo de ejército diferente al que correspondía a un ciudadano, como en el proceso de nuestros discursos. Sería complicado, además, diferenciar los delitos de «abandono del pueblo» y «abandono del escudo», y esta legislación confusa es aprovechada por el orador, que mezcla diferentes acusaciones aunque sólo la primera es aplicable. Por otra parte, también estaba prohibido servir en la caballería sin pasar un examen de capacidad, porque como elemento secundario de los ejércitos de la época, este puesto era mucho menos peligroso que unirse a la infantería.

Sabemos poco del joven Alcibíades, y debe de ser una información parcial y distorsionada. Un cúmulo de villanías difícil de creer referido a un niño de doce o trece años: que a los tres años estuvo a punto de ser expulsado de Atenas junto con su padre; que desde su adolescencia fue un libertino que se exhibía con amantes poco recomendables y se dedicaba a francachelas diurnas en compañía de una hetera; que se confabuló con su amante (un tal Teotimo que luego le abandonó) para arrebatar a su propio padre las propiedades de Ornos; que se jugó la hacienda a los dados; que en un viaje por mar trató de arrojar por la borda a sus compañeros; que tuvo relaciones incestuosas con su propia hermana (a la que repudió su marido). Esta imagen es apoyada por el discurso de Isócrates Sobre las bigas, puesto que nada meritorio logra alegar en su favor.

El exordio del primer discurso alude en general al carácter de Alcibíades, exagera tópicamente la responsabilidad de los jueces y adelanta la conclusión señalando lo inútil de absolver a un individuo irreformable. Carece de narración (que ya se había pronunciado en el discurso principal). La demostración insiste primero brevemente en la interpretación de las leyes que contemplan los delitos militares, subraya el desprecio de Alcibíades por los jueces y acusa a sus defensores de apoyarlo únicamente por ser hijo de quien es. Hacia el final del discurso vuelve a insistir en las traiciones del padre hacia Atenas (la entrega de Decelia y la defección de las islas), concluyendo que el joven es un «enemigo hereditario» de la ciudad.

El segundo discurso es mucho más breve y se centra en el ataque a los defensores de Alcibíades: pone de relieve la irregularidad de un proceso en que los propios instructores actúan a favor de una de las partes, y trata de mostrar como inaceptable la alegación de los estrategos de que fueron ellos los responsables de alistar a Alcibíades en la caballería. Contiene finalmente una serie de generalidades sobre las obligaciones de los jueces y concluye con una recapitulación de la acusación principal.

Platón: Crátilo

En este diálogo se debate la validez del lenguaje como medio de acceder al conocimiento de la realidad. Platón vuelve a poner en escena a su maestro, esta vez acompañado de Hermógenes y Crátilo (personajes poco conocidos). El primero de ellos invita a Sócrates a terciar en la conversación que mantiene con Crátilo acerca de la «rectitud de los nombres». Es decir, acerca de si la relación de los nombres con las realidades que designan viene dada por la naturaleza (como sostiene Crátilo) o si esa relación es arbitraria y está establecida por una convención entre los hablantes (postura de Hermógenes).

Nos encontramos, en definitiva, con la oposición physis / nómos entre el naturalismo y el convencionalismo. Por un lado, la indistinción entre realidad y palabra, propia de los presocráticos, donde pronunciar un nombre entraña la manifestación de lo nombrado con todos sus elementos. Por otro, la tesis abanderada por los sofistas, en que el lenguaje es fruto de la actividad humana, y un valioso instrumento.

Aunque Sócrates (es decir, Platón) parece en un primer momento más cercano a la tesis naturalista, no tomará partido por ninguno de los bandos. Ante el relativismo de Hermógenes (al que Sócrates ha llevado a asumir la tesis de Protágoras según la cual «el hombre es la medida de todas las cosas», lo que por razones obvias contradice la noción de «convención»), el filósofo reivindica la estabilidad de la esencia de las cosas, su inmutabilidad y su existencia en sí mismas. Sin embargo, ante la tesis de Crátilo de que los nombres son imitación de las realidades, Sócrates expone que todo vendría a ser doble. Entre ambas refutaciones se instala una «sección etimológica», que ocupa buena parte del diálogo (lo que lo hace más aburrido que otros), y en la que Sócrates pasa revista a numerosas palabras, analizando el modo en que el Legislador las forjó. Sólo un porcentaje muy bajo de estas etimologías son ciertas (y se basan en aproximaciones con otras palabras de su misma raíz), pues por todo el pasaje planea ese aire de ironía tan característico de los diálogos. Una ironía, en este caso, destinada a ridiculizar los procedimientos de los sofistas, y a criticar la enraizada creencia griega en la capacidad reveladora de la palabra. Todo ello, sumado al rechazo de las dos teorías, pretenden descalificar el lenguaje como medio de acceder a la realidad: las cosas deben ser conocidas directamente, prescindiendo de la mediación de la palabra.

Ésta es la estructura del diálogo, clasificado por sus epígrafes (numerados del 383 al 440):
  • 383-384 - Inicio del diálogo: exposición de la tesis convencionalista de Hermógenes y la naturalista de Crátilo.
  • 385-390 - Refutación de la tesis de Hermógenes: los enunciados pueden ser verdaderos o falsos, por lo que los nombres son parte de ello también. Es decir: si se puede hablar falsamente, la teoría de que todos los nombres son exactos por convención resulta negada. Mediante un paralelismo con la acción de tejer y otras actividades artesanales, Sócrates llega a la conclusión de que la acción de nombrar tiene un instrumento, el nombre, un artesano, el dialéctico, y un fabricante, que llama Legislador.
  • 391-421c - Sección etimológica: análisis de nombres propios de dioses y héroes, y prueba de que muchos nombres signfican «rey» (391-396); análisis de nombres comunes -dios, daimon, héroe, cuerpo, alma...- (397c-400c); análisis de otros nombres de dioses (400d-408d); nombres de astros y fenómenos naturales (408e-410); nombres abstractos referidos a nociones morales (411a-421c). En estas últimas subyace como base común la idea de que el Universo está en continuo movimiento (las nociones con valor positivo tienen el significado de «lo que se mueve o favorece el movimiento», y lo contrario las negativas), relacionando así la tesis naturalista con Heráclito.
  • 421d-428a - Examen de los nombres primigenios: se examinan los términos de los que derivan los demás. Pero, ¿de dónde provienen a su vez los primigenios? Se habla a continuación de las letras y sílabas y se analizan algunas letras como imitación de las cosas. El lenguaje sería así un arte imitativo más, como la pintura.
  • 428b-435d - Refutación de la tesis de Crátilo: el nombre como imitación de la cosa no debe ser doble de ella, pues entonces existiría dos veces la misma cosa. Crátilo sostiene que quien conoce el nombre conoce la cosa, pero Sócrates replica que quien puso los nombres podía albergar un concepto erróneo de las cosas.
  • 435e-440 - Esbozo de un nuevo punto de partida y conclusión: el lenguaje no es un medio válido para el conocimiento de las cosas. Sócrates alude a un sueño (como si fuera un mito) en el que los seres son en sí («el bien en sí, lo bello en sí y lo demás»), porque en caso contrario no habría conocimiento al no existir un objeto estable del mismo. El diálogo queda inconcluso, como tantos otros, pero la posición de Platón es clara en este caso: el lenguaje no es un camino engañoso para acceder al conocimiento de la realidad.

Lisias: Contra Agorato

Agorato, esclavo e hijo de esclavos, se había distinguido, ya en la época que precedió al fracaso de la revolución oligárquica del 411 aC, porque de una forma u otra se vio entre los conjurados que causaron la muerte de Frínico. Si bien sólo a Trasibulo de Calidón, agente directo del asesinato, le fue concedida la ciudadanía y los honores, Agorato logró el título de bienhechor, que traía consigo la manumisión como esclavo. Aunque tampoco sabemos si colaboró realmente en el complot, o si pagó para que lo añadieran a la lista de conjurados, como sugiere el acusador de este discurso. Sea como fuere, no contento con convertirse en meteco, Agorato se inscribió como ciudadano de Anagirunte y comenzó su vida política.

Esto debió de suceder tras la restauración democrática, porque al parecer colaboró durante el régimen de los Treinta, y del discurso se deduce que tanto éstos como los demócratas lo seguían considerando esclavo. No sabemos el alcance real de esta colaboración, pues dependemos de la versión del acusador, que debe de incluir exageraciones e incluso falsedades. Según su relato, Agorato es uno de los que se prestaron a delatar a aquellos que, tras la derrota de Egospótamos, trataban de mantener la democracia. Al parecer los Treinta obtuvieron su nombre de un tal Teócrito (otro esclavo, sin duda), pero cuando fueron a buscarlo se hallaba acogido a la inmunidad de un altar, junto a otros conjurados. Éstos le ofrecen la posibilidad de huir (pues temen que, siendo esclavo, sea sometido a tormento y los delate), pero Agorato se niega y, cuando el Consejo aprueba un decreto para prenderlo, se retira del altar y les ofrece una serie de nombres, que repite frente a la Asamblea. Todo ello le vale a Agorato la libertad, y a los generales demócratas la muerte. Lo curioso es que luego Agorato se unió a los demócratas de File (quienes estuvieron a punto de ajusticiarlo, pero Ánito, uno de los acusadores de Sócrates, logró calmar los ánimos), y luego regresó a Atenas, comenzando a hacer vida normal como ciudadano de Anagirunte.

Un tal Dionisodoro, uno de los ajusticiados, había acusado a Agorato como responsable de la delación, y poco antes de morir suplicó a sus parientes que lo vengaran. Difícil tarea, puesto que los pactos del Pireo permitían procesar únicamente a los agentes materiales de un homicidio. Los familiares por tanto se acogieron a una triquiñuela legal, y puesto que los homicidas tenían prohibido entrar en un templo o en el ágora (por la mácula que representaba su delito), arrestaron a Agorato y lo llevaron a los Once, que aceptaron el arresto siempre que en el escrito de la acusación se añadiera que había sido «sorprendido en flagrante» (referido no al asesinato, sino al quebrantamiento de la prohibición, y siendo una expresión entendida de forma muy laxa en aquella época). Dionisio, hermano de Dionisodoro, es el acusador principal del proceso, y quien llevó a Agorato a los Once, pero el discurso es pronunciado por el hermano de la esposa de Dionisodoro.

Para esta difícil causa, Lisias echó mano de todos sus recursos retóricos para convencer a los jueces: involucrar a toda la ciudad y a los jueces como parte dañada; fabular una narración con lagunas y ambigüedades; hacer girar la demostración en torno a los supuestos argumentos que Agorato puede esgrimir (que obró involuntariamente, que el hecho ha prescrito, y que el procedimiento es ilegal); insistir en que todos los males sufridos en Atenas tras la delación son por causa de la delación (una clara falacia); y argumentar la falsedad de los méritos que puede aducir en su favor (la muerte de Frínico y la estancia en File con los demócratas).

Iseo: Sobre la herencia de Nicóstrato

Discurso complementario al principal, realizado por un amigo como conclusión o peroración. Si se acepta la mención de la ciudad de Acre, lugar en el que Farnabazo concentró un ejército de unos veinte mil griegos para luchar contra Egipto en el 374 aC, este año sería la fecha más probable para la muerte de Nicóstrato, y por tanto para el proceso.

Nicóstrato había vivido once años lejos de Atenas, entregado a la vida militar como mercenario. A su muerte, su fortuna fue objeto de una batalla legal. Al menos cinco demandantes, con argumentos no muy convincentes, reclamaron la herencia de inmediato, pero desistieron ante la solidez de la demanda de Hagnón y Hagnoteo, primos hermanos de Nicóstrato por parte de padre. Un tal Caríades, sin embargo, solicitó la herencia presentando un acta de últimas voluntades de Nicóstrato, en la que le nombraba hijo adoptivo y le legaba su fortuna.

El problema es que los hermanos Hagnón y Hagnoteo solicitan la sucesión de Nicóstrato, hijo de Trasímaco, y Caríades reclama la de Nicóstrato, hijo de Esmicro: se trata de dos personas diferentes, así que los hermanos, en palabras de Iseo, «tendrán que dedicar más argumentos a probar que Nicóstrato era hijo de Trasímaco que a que no hizo testamento».

El orador, con el fin de llegar al corazón de los jueces, se limita a recordar los hechos, sin presentar pruebas. Se defiende la primacía del parentesco sobre el testamento (insistiendo en el buen comportamiento de los hermanos hacia el difunto y hacia la ciudad), y se intenta desacreditar al adversario, presentando a Caríades como un sinvergüenza huido de la justicia, sin relación con Nicóstrato.

Platón: Menéxeno

Obra que forma un epitafio o discurso fúnebre, enmarcado en dos partes dialogadas que sirven de preámbulo y epílogo. A pesar de su relativa brevedad, ha suscitado importantes controversias, debido a sus errores (o falsedades), anacronismos y exageraciones. Todo ello se sustenta en una ironía convenientemente matizada y en una constante ambigüedad. No faltan a lo largo del discurso las sugerencias de tipo moral y las disquisiciones políticas. Los planteamientos filosóficos, sin embargo, son más bien escasos y marginales, y se encuentran supeditados al ámbito del discurso simulado por Sócrates.

La estructura de ese discurso insertado en la obra continúa la antigua tradición del epitafio, desde el que Tucídides pone en boca de Pericles, hasta el atribuido a Demóstenes: encomio a los héroes, y consolación a los vivos, incluyendo temas sobre la autoctonía, la educación, las leyendas y las hazañas del pasado. Innovación de este pseudodiscurso platónico es la prosopopeya de los muertos. La cantidad de figuras retóricas acumuladas, hacen a esta obra heredera del discurso fúnebre de Gorgias, probablemente con ánimo paródico.

También son propias de ese discurso las falsedades y exageraciones, que quieren reflejar, tal y como Sócrates refiere en el prólogo dialogado, la capacidad de los oradores para apañar sus palabras y hechizar al auditorio, mediante deformaciones de lo real (ocultamiento de lo adverso, exaltación de lo favorable).

El patetismo y la gravedad de la segunda parte del discurso, junto a los planteamientos y sugerencias de carácter moral, hacen pensar que muy bien pudo Platón verse inclinado a adoptar, al margen de la parodia, una actitud comprometida. Esta dualidad de criterios, poco probable, y la mayor importancia reservada bien a la ironía, bien a las reflexiones serias, son algunos de los detalles en que los estudiosos no se ponen de acuerdo.

A continuación, el resumen de la obra, con indicaciones de sus epígrafes (numerados en los manuscritos del 234 al 249):
El interlocutor de Sócrates es el joven Menéxeno, de familia arraigada en la vida pública, que ha llegado a la edad en que la legislación ateniense le confiere derechos. Muy interesado en la oratoria, el joven Menéxeno informa a Sócrates sobre la elección del orador encargado de pronunciar la oración fúnebre anual (234). El filósofo, en tono irónico y arrogante, y en un contexto que desvirtúa algunas de sus afirmaciones habituales, desmitifica ante el joven las tareas de los oradores e insiste en la facilidad con que elaboran este tipo de discursos (235). Él mismo se ofrece a pronunciar uno, aprendido de Aspasia (la famosa hetera compañera de Pericles), forjado mediante partes improvisadas y restos de un anterior discurso (236). Sócrates comienza su peroración por el elogio de los muertos en el combate (237-239), continúa con la relación de los acontecimientos históricos más destacados hasta la paz de Antálcidas (240-246a) {por lo que sabemos que la obra no puede ser anterior al 387 aC, pero tampoco muy posterior}, y finaliza con la prosopopeya de los muertos, que exhortan a sus descendientes (246b-247c), y consuelan a sus padres (247d-249c). Finalmente, Menéxeno agradece a Sócrates haberle mostrado el buen hacer de Aspasia (249d-249e).

Lisias: En favor de Calias

Este es un discurso de defensa por sacrilegio, pronunciado por un codefensor (era habitual que las personas influyentes pronunciaran discursos en apoyo de sus amigos). Nos falta buena parte, aunque no sabemos su extensión exacta, por la pérdida de unos folios del manuscrito Palatino. Ante su brevedad, ni siquiera podemos preguntarnos si procede de la mano de Lisias, o saber en qué fecha fue escrito.

Los discursos de codefensores (y de coacusadores también) eran breves, pues restaban tiempo del otorgado a los litigantes, y no contienen un cuerpo de argumentación completo. Para que no pudiera haber duda sobre su carácter altruista, el que los pronunciaba dejaba bien claro que era amigo o familiar del litigante, y que sería inexcusable no cooperar con él.

Precisamente con ese dato comienza este discurso. Sabemos que al acusado, de nombre Calias, se le imputa un cargo por robo sacrílego, una designación muy vaga (que puede referirse a delitos diferentes que van desde el robo de objetos sagrados propiamente dicho hasta la destrucción de un olivo sagrado). El punto desarrollado en el presente discurso es el testimonio de los esclavos de Calias contra su amo. Insiste el orador en el escaso valor de las confesiones extraídas mediante tormento (al contrario de lo que se dice en otros discursos, según interese a la causa): nada pierden los esclavos con sus mentiras, y mucho pueden ganar (pues recuperarán la libertad). Además, dado que todo el mundo posee esclavos, darles crédito en el juicio sentaría un mal precedente.

Platón: República, libros VI-X

Terminamos con el resumen detallado de este largo diálogo de Platón, cuyos cinco primeros libros ya tratamos en una entrada precedente.

Libro VI
Para comprender la posibilidad de advenimiento de la filosofía al gobierno, se inician una serie de consideraciones sobre sus características, sobre sus relaciones con la sociedad y sobre las mismas en el porvenir. El alma propia para la filosofía se distingue por su amor a la ciencia, reflejado en un espíritu de especulación. Además, otras cualidades intelectuales y morales son el amor a la verdad y el horror a la mentira, la facilidad de aprender, la penetración, la memoria, y el desdén por las cosas exteriores que produce la fuerza, la templanza, la compostura, la gracia y la grandeza de alma. A pesar de que estas cualidades otorgarían a los filósofos el primer rango en la sociedad, viven aislados, de tal forma que no puede negarse que no sean perfectamente inútiles. Las causas son variadas: que los demás, viendo al filósofo absorbido en sus especulaciones, lo toman por un visionario; que existen falsos filósofos que hacen despreciables a todo el conjunto; que el alma del filósofo se altera y se desprende de la filosofía, por culpa de la falsedad de ideas contenidas en la educación y los malos ejemplos de padres, amigos y maestros. De aquí que los filósofos sean pocos y se aparten de la sociedad.
Para que la filosofía deje de ser inútil, se necesita un Estado como el que se ha descrito en los capítulos precedentes, que se establecerá con una revolución saludable, al verse un filósofo o un jefe de gobierno en la feliz necesidad de remediar los males del Estado. En esa posición, producirá en los ciudadanos una transformación que acreditará la filosofía. El filósofo, cuyo pensamiento ha estado siempre fijo en los objetos que no mudan y que siempre guardan entre sí la misma relación (las ideas), está capacitado para infiltrar este orden en las costumbres públicas y privadas de sus semejantes. Arreglará la forma de gobierno en base a la virtud (justicia, belleza, templanza, etc), disipando las preocupaciones de la multitud contra la filosofía.
Establecida la filosofía en el Estado, éste debe asegurar su reinado para el porvenir, lo que se realizará a través de la educación reservada a los magistrados. Ésta se centrará en dirigir la inteligencia hacia la idea del Bien. La idea del Bien es para el mundo inteligible lo mismo que el Sol para el sensible: principio de la luz, del calor y de la vida. La idea del Bien proporciona al espíritu la capacidad de comprender las cosas susceptibles de ser comprendidas; es el principio del ser y de la esencia.
Después se pasa a enunciar una teoría sobre el conocimiento, dividido en cuatro grados: la conjetura, la creencia o fe, el conocimiento razonado y la razón. Estos grados se reparten los dos mundos que existen con respecto al conocimiento: el mundo de los sentidos (la conjetura se refiere a las imágenes de los objetos visibles, la creencia a los propios objetos) y el mundo del pensamiento (el conocimiento razonado se refiere a las hipótesis o abstracciones, la razón a las ideas o verdades inmutables).

Libro VII
Posiblemente el fragmento más conocido de Platón: el mito de la caverna. Los hombres son como unos prisioneros encadenados en una caverna, donde la luz de un fuego penetra por una abertura hecha en la parte alta, detrás de ellos. Entre el fuego y los cautivos hay un camino, sobre el que aparecen objetos conducidos por hombres que pasan por detrás. La sombra de estos objetos, reflejada sobre el muro que miran los prisioneros, es lo que ellos entienden por realidad. Ésta es la figura del primer grado del conocimiento, verificado mediante los sentidos.
Un cautivo liberado deberá avanzar poco a poco para acostumbrarse a la luz, y será capaz de discernir primero las imágenes de los objetos y los hombres reflejadas en las aguas, y luego los hombres y los objetos mismos. Alzará la mirada al cielo, primero durante la noche, a la claridad de luna y estrellas, y al fin podrá contemplar el sol. Ésta es la imagen del segundo grado del conocimiento sensible.
Si este hombre tratara de hacer entender todo esto a los todavía cautivos, moverá a risa. Tal es el destino del filósofo, que eleva el alma hasta el más alto grado del conocimiento inteligible, para fijar la mirada en el foco de luz, que en el mundo invisible produce directamente la verdad. Esta idea, principio eterno e inmutable, es el bien en sí, al que debe dirigirse la educación filosófica: primero la aritmética (no para vivir de ella, como los mercaderes, sino para elevar la inteligencia por la contemplación numérica), luego la geometría (fijándose no en las figuras, sino en las ideas que representan), luego la ciencia de los sólidos de tres dimensiones, y finalmente la astronomía. Todo ello como preludio de la verdadera ciencia filosófica: la dialéctica, que pone al hombre en situación de dar y entender la razón de todas las cosas. Se repiten aquí las características que deben tener los merecedores de esta ciencia (memoria, amor a la verdad, etc): tras los ejercicios de música y gimnástica, a los veinte años serán destinados al aprendizaje de las ciencias abstractas, durante diez años, y de la dialéctica, durante otros cinco. Después de quince años tomando parte en todos los trabajos de los guerreros, a los cincuenta, los que se hayan mantenido firmes y puros serán llamados para consagrarse al objeto supremo de la filosofía: el gobierno del Estado.

Libro VIII
Se pasa a analizar ahora la condición de los Estados que no están fundados sobre el mismo principio propuesto, y en seguida la condición de los individuos cuyo carácter corresponde al de éstos. Se intenta así probar que todas las formas de gobierno que no descansan sobre la justicia son diversas y defectuosas, y que sus individuos caen en diferentes vicios. Platón reconoce aquí la Aristocracia (fundada sobre la justicia, y cuyo plan acaba de desarrollar), la Timocracia (establecida en Creta y en Esparta), la Oligarquía, la Democracia y la Tiranía. A estos Estados pertenecen diversos individuos: el hombre justo, el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tirano.
Cada gobierno es una degeneración del anterior, causada por alguna falta por parte de los gobernantes: si los magistrados ordenan fuera de tiempo los matrimonios, en la Aristocracia nacerá una generación mal dotada, que causará la ruptura de la armonía y la llegada de un Estado timocrático. Sus características serán el crédito de los fuertes y el descrédito de los más dignos, la preeminencia de los guerreros y un respeto a los gobernantes más político que sincero. Se perseguirán, todavía secretamente, los placeres disolventes, y se extenderá la ambición y el espíritu de intriga. El hombre en este Estado será más amigo de las musas que culto, ambicioso y ansioso de ascender mediante los trabajos de la guerra.
Sustituir el amor a la gloria por el amor a las riquezas causa que la timocracia se vuelva oligarquía, que identifica a los ricos con los dignos. El gobierno se divide en dos Estados, los pobres y los escasos ricos, mientras que el hombre se vuelve ávido y avaro. Si el ejército de pobres se da cuenta de su número y de su fuerza y toma el poder, se llega a la democracia. Su principio es la libertad, que llevada hasta el límite engendra la servidumbre: los demagogos excitan al pueblo contra los ricos, hasta que uno de los aduladores del pueblo se proclama protector, y llega finalmente a tirano.
Muy digna de lástima es la condición de un tirano, pues se ve obligado a destruir a los mejores ciudadanos y a convertir a los esclavos de éstos en sus amigos y confidentes.
Libro IX
Queda considerar en la clasificación anterior el alma del hombre tiránico: artificio, fraude, violencia, son medios para conseguir lo que se propone el tirano, pues sus esfuerzos sólo tienden a la intemperancia y la satisfacción de la carne. Debe juzgarse ahora si la condición del Estado y la del tirano son dichosas o desgraciadas, y es obvio que sus necesidades y desarreglos los convierten en los más atormentados. De aquí sabremos que el hombre justo es también el más feliz. (Primera demostración).
Se pasa a continuación a considerar tres partes en el alma humana: aquélla mediante la cual el hombre conoce, aquélla mediante la cual se irrita y disfruta dominando, y aquélla mediante la que desea. A ellas corresponden tres órdenes de deseo: deseo de conocimiento y de verdad, deseo de gloria y de poder, deseo de ganancias de todo género. Y a su vez, a éstos corresponden tres clases de hombres: el filósofo, el ambicioso y el interesado. Ninguno de ellos duda que su vida es la más dichosa, y cada cual desprecia la vida de los otros. Para decidir cuál es la más agradable y menos mezclada de penas, debe comprobarse cuál es el mejor juez de los tres. Las condiciones necesarias para juzgar son la experiencia, la reflexión y el razonamiento. El filósofo es el más experimentado, pues por medio del placer de la ciencia puede disfrutar así mismo de los placeres de la utilidad y de los honores, correspondientes a los otros dos. Además, la reflexión y la razón, son propiamente instrumentos del filósofo. Todo esto le deja como el mejor juez, y sobre todo con la vida más dichosa. (Segunda demostración).
Por otra parte, se dice que a excepción de los placeres del sabio, los de los otros no son placeres verdaderos o puros, pues se toma el placer como negación del dolor pasado, y al dolor como negación del placer que ha desaparecido. Y si el alma no obedece ni a uno ni al otro, ni siquiera saber si experimenta placer o pena, o bien ambos a la vez. Y lo que no es ni una cosa ni otra, que es sólo negación de otra cosa, es una ilusión. Sin embargo, los placeres del alma, nacidos de la verdad, no se refieren a cosas materiales (que no proporcionan placer pues no lo tienen ellos mismos), sino a las esencias de las cosas eternas e inmutables. Así pues el justo, el verdadero filósofo, es el único que tiene acceso a la fuente de los placeres verdaderos. (Tercera demostración).
El capítulo termina añadiendo que aquellos que consideran más dichoso al injusto, con tal de que pase por hombre de bien, ignoran que en su interior alberga la injusticia, un monstruo devorador que le hace desgraciado. Lo mejor que le puede suceder es verse descubierto y castigado, pues esto le purifica.

Libro X
Por las palabras finales del capítulo anterior, y los temas tratados en éste, el libro X parece un añadido o apéndice con algunas ideas que necesitaban aclaración.
Vuelve primero Platón a su juicio contra la poesía, considerándola nada más que una imitación. Este pasaje suministra también algunas explicaciones sobre el método platónico. No su método metafísico, que es la Dialéctica, sino su método de discusión, basado en la búsqueda de la unidad en la pluralidad (bajo la idea que subyace en un nombre se agrupan todos los objetos que comparten sus características), y la división de cada género en sus diferentes especies (la idea de cama, la cama construida, la cama de una pintura). De aquí que el pintor (y el poeta, por tanto) no pueda ser considerado un productor, y ni siquiera un obrero, sino un imitador distante de la verdad. Por otra parte, la poesía es peligrosa, al dirigirse no a la parte racional del alma, capaz de apreciarla por lo que vale, sino a la parte ciega y apasionada, que incluso en los sabios puede ablandarse.
Finalmente, la obra se cierra con una serie de puntos referentes a la inmortalidad del alma, los castigos reservados a los malos, y las grandes recompensas debidas a la voluntad, en esta vida y en la otra.

Lisias: Sobre una herida con premeditación

Parte de un discurso de defensa entre litigantes desconocidos. Tampoco podemos precisar una fecha de composición, aunque la pertenencia a Lisias es casi segura. Únicamente disponemos de parte de la demostración (con el comienzo corrupto) y del epílogo. Es posible que Lisias no escribiera el resto, aunque no puede asegurarse, y también es probable que se trate de una deuterología (un segundo discurso de apoyo, y no el principal de la causa).

En cuanto al proceso, sabemos que los litigantes ya habían tenido problemas con anterioridad, cuando al acusado le correspondió desempeñar una liturgia, y trató de que el acusador de este proceso corriera con los gastos, por suponerlo más rico. Se produjo entre ambos el consabido intercambio de bienes, pero, una vez realizado, los amigos comunes consiguieron que se avinieran y acordaron restituírselos. Mas, al parecer, el acusador se quedó con una esclava que, según el acusado, habían acordado conservar en común. Entonces el acusado se presentó en casa del acusador con un grupo de amigos, le arrebata la esclava y le agrede con un cascote, hiriéndolo de tal modo que durante un tiempo tuvo que ser trasladado en camilla.

Por lo que podemos averiguar, en el escrito de acusación el agredido alegaba que sobre la esclava no habían llegado a un acuerdo, y que el ataque fue tan grave como para presumir intento de homicidio. Toda la defensa del acusado se fundamenta en destruir ambos supuestos. Para negar la primera, ciertamente falto de argumentos, demuestra que se produjo avenencia entre ellos acudiendo a una componenda ilegal que hizo con sus amigos para que el acusador saliera como juez en las Dionisias. En cuanto a la agresión el acusado niega la intención de matar (pues podría haberlo hecho, lo mismo que le arrebató la esclava, y además no traía un arma preparada, pues el cascote lo encontró allí mismo {ya hemos visto en la Defensa frente a Simón lo conveniente de este arma}; así mismo, fue una simple reyerta entre borrachos, pues él iba de juerga con unas flautistas).

Luego se suceden las acusaciones: al propio acusador, por desear el dinero y a la esclava, y por agredirle primeramente; y a la esclava, que juguetea con ambos para su propio provecho. Desarrolla prolijamente un argumento al que difícilmente prestarían crédito los jueces: el acusador no aceptó someter a interrogatorio (bajo tortura) a la esclava, lo que revela su interés en plantear el litigio. En el epílogo se da la habitual contraposición entre lo grave de la pena y lo nimio de la causa, y el acusado afirma su carácter poco litigioso. Termina con una apelación muy viva y patética, poco habitual en Lisias, a la piedad de los jueces.
Por consiguiente, os suplico y ruego por vuestros niños y mujeres y por los dioses que poseen esta tierra: tened piedad de mí y no permitáis que quede en sus manos, ni me arrojéis a una desgracia incurable.

Platón: República, libros I-V

Larguísimo diálogo, que triplica en extensión a los anteriores. En esta obra Platón se propuso el estudio de lo justo y de lo injusto. Su objeto es demostrar la necesidad moral de regir toda conducta según la justicia, así para el Estado como para el individuo.

El plan es muy sencillo, si bien aparece muchas veces interrumpido por la libertad con la que se mueve el diálogo: considerando el Estado como una persona moral, semejante salvo en proporciones a una persona, Platón hace ver a grandes rasgos la naturaleza propia y los efectos inmediatos de la justicia. El ideal de una sociedad perfecta y dichosa consistiría en que la política esté subordinada a la moral. Luego se emprende la misma indagación con relación al alma, llegando al mismo resultado. La ley de la sociedad y de las almas sería por tanto que la virtud va unida a la felicidad, y la desgracia a los vicios. Esta ley tiene su sanción suprema en una vida futura.

Sin embargo, gran parte del recorrido del diálogo se realiza definiendo el Estado ideal de Platón, con todas las características que debieran modificarse en la sociedad para llegar a la unidad absoluta y a la perfección, fundamentada en la búsqueda del bien en sí.

La obra está dividida en diez libros, aunque esta estructura no responde en general a cambios temáticos o situaciones nuevas, sino que al parecer se debe al trabajo de los estudiosos de época alejandrina. Les presentamos el argumento detallado de los cinco primeros libros, dejando los otros para una nueva entrada.

Libro I
Después de un preámbulo sencillo, relativo a una fiesta religiosa, y tras algunas palabras de cortesía que median entre los ancianos Céfalo y Sócrates, se ve éste tentado a discutir varias definiciones de la justicia, sucesivamente con el propio Céfalo, con su hijo Polemarco y con el sofista Trasímaco. Las preguntas, réplicas y algunos argumentos de Sócrates resultan irónicos, y algunas veces sofísticos. La justicia no es simplemente decir la verdad y dar a cada uno lo que de él se ha recibido, pues no es justo decir la verdad sobre su estado a un hombre loco o darle sus armas. Tampoco es hacer el bien a sus amigos y el mal a sus enemigos, lo que puede funcionar en tiempo de guerra, pero no en la paz, y a esto se añadiría la dificultad de conocer a amigos y enemigos. Ni puede identificarse la justicia con el interés del más fuerte, ni al más dichoso con el hombre injusto, pues a la injusticia habría que asociar con la fuerza, la virtud, la belleza, la destreza y el bien. Definitivamente, en todo este capítulo, según Sócrates, nada se ha aprendido de la justicia en sí misma.
Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehúsa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otro menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de otros, tanto o más dignos de gobernar.
Libro II
Aparecen aquí dos doctrinas antagónicas: el materialismo, que sostiene un sistema de egoísmo absoluto, y frente a él una línea de pensamiento que toma la justicia como regla de conducta. De esta forma se averiguará si vale más ser justo que injusto, partiendo de la naturaleza de la justicia y la injusticia, y sus efectos inmediatos sobre el alma. Glaucón deja a Sócrates el cuidado de hacer prevalecer la causa justa, mientras por su parte toma los argumentos de la escuela materialista para defender la injusticia. Así, alega que sufrir injusticia es un mal (mayor que el bien de cometerla), y establece que las leyes nacieron de los débiles, agrupados para protegerse contra los fuertes. La justicia no existe por naturaleza, sino por la ley, y no se la quiere como un bien por sí misma, sino que se la sufre como impuesta. Adimanto toma la palabra para continuar con esa apología de la injusticia, poniendo como ejemplo que la educación se basa no en la justicia misma, sino tan sólo en el renombre de hombre justo: consideración, dignidades, alianzas honrosas y otros favores semejantes. Se dice que el hombre justo es mejor que el malo; pero se alaba la condición de este último, rico y poderoso, y se desprecia a aquel, débil e indigente.
Sócrates intenta indagar sobre la naturaleza de la justicia en los Estados, para luego extrapolar sus resultados a las almas de todas las personas. En primer lugar, fundamenta el Estado en todas las necesidades de la humanidad, primero las materiales, luego las intelectuales y morales. Así, el Estado nace al agruparse unos pocos individuos, que ejercen industrias diferentes (labrador, arquitecto, tejedor, zapatero), y se agranda por la necesidad de nuevas industrias que auxilien a las primeras (carpintero, herrero, pastor...). La manera de vivir, arreglada mediante una constitución, será laboriosa, frugal, religiosa y, por tanto, feliz. Esta sociedad, algo primitiva, conviene a hombres sencillos, pero no está en relación con la multitud de necesidades que trae la civilización. Así llegan nuevas industrias: pintor, músico, poeta, rapsoda, actor, empresario, obreros diversos, médico... El Estado no está ya sano, sino lleno de humores debido a la vida placentera (camas, condimentos, perfumes), y es preciso aumentar sus límites a costa de los Estados vecinos. De aquí la guerra y la necesidad de los guerreros, defensores del Estado. Éste es su primer modelo de Estado, y la primera reforma se centrará en el plan de educación de los guerreros: los jóvenes que sean dulces con los compatriotas, irascibles con los enemigos, y dispongan del deseo de aprender, serán educados mediante la gimnasia y las artes de las Musas, empezando por la música y el arte de los discursos (fábulas que inculcarán en ellos las ideas que deban tener cuando lleguen a la edad adulta). Lo primero que aprenderán será el concepto de la divinidad, basada no en los textos de las invenciones poéticas de Homero y Hesíodo (que desfiguran a los dioses representándolos como padres injustos), sino en un Dios esencialmente benéfico, que no engaña ni muda. Esta religión a una naturaleza divina perfecta constituye el primer objeto de la educación, desde el que se penetrará la inteligencia de los futuros defensores del Estado.
El gran mérito de la injusticia consiste en parecer justo sin serlo.
Libro III
Tras la religión, los futuros guerreros deberían ser educados en el valor, y serían apartados de las pinturas o los poemas en que se describan los castigos y suplicios que inspiran el miedo a la muerte. Platón desterraría también de la educación la narración imitativa, prohibiendo por tanto la tragedia y la comedia, porque desfiguran la verdad sencilla y enseñan a desempeñar un papel (y salir de la propia condición, vicio funesto en un Estado en que cada uno debe tener su oficio y su posición). Tampoco serían admitidos los poetas, que serían expulsados tras ofrecer a su genio un brillante homenaje. El discurso debe ser sencillo y directo, y sus palabras responderán a una armonía y un ritmo simple y varonil. También se necesitaría una gimnasia varonil y vigorosa, que ejercitaría el cuerpo sin exceso, y un alimento fácil, sin condimentos refinados.
El ejército, por otra parte, necesitará jefes, y el Estado necesitará a su vez una magistratura soberana. Los primeros serán aquellos ancianos que se hayan mantenido fieles al Estado (buscando lo ventajoso); y de entre ellos se escogerá un jefe para el Estado. Toda esta organización tiene, por supuesto, algunas objeciones: Primero, que la educación de los guerreros y de los magistrados parece muy alejada del grueso de la población, y sólo alcanzable por la aristocracia. Segundo: incluso suponiendo una aptitud igual en toda la población, ¿hay necesidad de enseñanza para las clases inferiores, como labradores u obreros? Tercero: si la clase dirigente se aparta tanto del resto, ¿no los despreciará? A esto responde Sócrates (es decir, Platón) con la vigilancia en la educación: todos los jóvenes se educarán fraternalmente, pero pronto nacerán diferencias entre ellos; la duración de la educación dependerá de la aptitud o incapacidad de cada joven, y sólo será completa para los mejores. Por otra parte, de una generación a la siguiente los puestos no se perpetuarán, y cada hijo será tratado de la misma forma, desde cero. Además, los guerreros no poseerán nada propio, y vivirán todos juntos como soldados en campaña, a expensas del Estado pero sin vicios ni adornos.

Libro IV
Para Adimanto, este privilegio de la aristocracia guerrera llega a un precio demasiado alto: la vida dura de los mercenarios, no de los ciudadanos. Sócrates indica que su felicidad no importa, pues se supedita al bien del Estado. Lo importante es que cada ciudadano y cada clase se mantenga en su puesto, y con esto asegurado cada uno gozará de la felicidad ligada a cada condición. Se fundamentan así diversas leyes económicas: contra la opulencia y la pobreza, contra la extensión excesiva de los límites del Estado, contra innovaciones en la educación,... Pero no se crean leyes para arreglar las relaciones puramente civiles, como compraventas, comercio o contratos, pues una de dos: o la educación pública consigue crear unos ciudadanos justos (y en ese caso todo se arreglará decorosamente sin necesidad de leyes entre ellos) o estarán corrompidos (y en ese caso los reglamentos no servirán, pues serán evitados o contravenidos).
Fundado ya el Estado, resta conocer en que residen la justicia y la injusticia. Si el Estado está bien constituido, deberá tener todas las virtudes: prudencia, valor, templanza y justicia; determinadas las tres primeras, lo que quede no puede ser otra cosa sino la justicia. La prudencia estará en manos de la clase dirigente; y la fortaleza puede encontrarse en los guerreros. La templanza, una especie de acuerdo y armonía, se encuentra también en el Estado, entre los que deben gobernar y los que deben obedecer, si hay concierto entre ellos. Lo que queda es la justicia, y es precisamente en lo que se fundamenta este Estado: que cada uno se ocupa de su propia posición. La confusión de papeles produce el trastorno y la ruina del Estado; es decir, la injusticia.
Demostrado esto para el Estado, queda compararlo con la situación del alma individual. Las disposiciones morales son las mismas en el individuo que en el Estado: el individuo también está dotado con la prudencia (si su parte racional ordena lo que conviene), la valentía (si su parte irritable se subordina a la racional) y la templanza (si reina el acuerdo entre éstas y la parte irracional). Si cada una de las tres partes se ocupa de su oficio, sin mezclarse, entonces también está dotado de justicia. En el «ansia de usurpar» nacen la ignorancia, la cobardía y la intemperancia. De aquí, resulta obvio que es preferible ser justo, conocido como tal o no, antes que ser injusto, aunque sea impunemente.
El capítulo se cierra con una consideración sobre las formas del vicio que la injusticia desenvuelve, sea en el Estado, sea en el ser humano: son muchos, mientras que la forma de la justicia es única. Esto otorga superioridad a la justicia, pues se ha repetido ya varias veces que la unidad moral y racional es la condición de un buen gobierno.

Libro V
Polemarco y los otros llaman la atención de Sócrates sobre un punto que él sólo había nombrado: la comunidad de las mujeres y de los hijos entre los guardadores del Estado, y la educación de los niños en el intervalo entre su nacimiento y la educación propiamente dicha. Platón presenta aquí un punto de su doctrina que sabe extraño, y que causará rechazo, e intenta valerse de su arte y de rodeos casi infinitos. Al asentimiento tácito de los interlocutores de Sócrates en los capítulos precedentes, le sustituye una enconada discusión, y el arte del filósofo se ve obligado a abrirse paso a través de escrúpulos y objeciones.
En primer lugar, las mujeres participarán de todos los ejercicios de los guerreros, en la medida de su capacidad (como lo era para los hombres). Se ganan así numerosos y excelentes ciudadanos de ambos sexos. La segunda ley a este respecto es más dolorosa: las mujeres serán comunes para los hombres, todas y para todos, no habitarán con ninguno en particular, y sus hijos también serán comunes y no conocidos por su padre individualmente. Para Platón, demostrar que es útil es más fácil que demostrar que es posible, así que la supone establecida para explicar sus ventajas: se formarán uniones entre jóvenes, que convivirán y recibirán la misma educación; pero estas uniones no serán casuales, sino establecidas por los magistrados al acercar caracteres análogos. Por otra parte, los hijos de los mejores ciudadanos serán conducidos al redil común y confiados a la guarda de hombres y mujeres encargados de su cuidado; pero los deformes y los hijos de parejas inferiores serán encerrados en un lugar oculto {idea tomada de la inhumana legislación de Esparta}. Pasada la edad de los matrimonios, el comercio entre los sexos será libre, pero bajo la condición de que no habrán de nacer hijos. La ventaja de este sistema sería la de suprimir otra nueva causa de posible división en el Estado. Así, la comunidad de bienes y de mujeres, conlleva también comunidad de placeres y de penas, y por tanto todos los miembros del Estado trabajarían unidos por el bien en sí.
Tras hablar de cómo se haría la guerra por el Estado, finalmente, llega la pregunta de si es posible este Estado. La respuesta es afirmativa, siempre que los filósofos sean los reyes o los reyes se conviertan en filósofos. Se diferencian tres tipos de personas, como se ha visto ya en otros diálogos: los ignorantes, que nada saben; los que creen saber, que en lugar de ciencia tienen opiniones; y los verdaderos sabios, que se aplican al conocimiento del ser en sí y poseen la ciencia de lo justo y lo injusto.